A principios de diciembre le avisé a mi jefe que me cambiaba de pega, seguiré en la empresa hasta el 31 de este mes, y empiezo en el nuevo templo del laburo el 1 de enero (técnicamente el lunes 3).
Como todo cambio fue una decisión estudiada, un sueldo más atractivo, una línea de trabajo más interesante, una empresa ya posicionada en el mercado, más estabilidad, menos incertidumbre.
Son múltiples factores que debí considerar, y que me hicieron recordar algunos diálogos sueltos. En uno de esos procesos de absoluta incerteza sobre que iba a suceder mañana, cuando la empresa estaba bajo una propuesta de venta, mi jefe manifestó su preocupación por "que iba a ser de mi" (de mi, no de él), porque básicamente debido a mi "encantadora personalidad", yo no resultaba alguien con quien ciertos personajes quisieran trabajar, no así Álvaro, mi compañero de pega, que es más diplomático, empático, y conciliador que yo, y por ende se gana la pronta aceptación del "público". A ello repliqué que yo no quedaba como pollito desamparado, y que iba a saber batírmelas, como lo he sabido hacer muchas veces.
En ese sentido, creo que mi reciente decisión cayó como balde de agua fría. Por un lado se va la mitad de la fuerza productiva de la empresa, por otro se levantan cuestionamientos referentes a que se debe cambiar, que se debe mejorar, que puede haber fallado, y por otro queda demostrado que este pollo siempre tiene cartas que jugar.
Debo reconocer que estoy un poco inquieto, pero es un desasosiego extraño, como si realmente me hubiera cambiado hace varios meses.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario